Lo encontrábamos en todos lados y siempre en personajes muy diferentes. Una vez fue en un viejito de boina. Otra vez en un homosexual pintoresco. La última vez fue en una señora que tomaba un té.
El muerto tenía eso de perseguirnos a donde fuéramos. O éramos nosotros que no lo queríamos soltar. En fin, el caso es que, cada vez que lo encontrábamos, reíamos sin parar.
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